Hoy tuve una sesión matutina de coaching meteorológico.
Era lo suficientemente temprano para que costara un extra de voluntad hablar de ciertas cosas. Lo suficientemente en punto para otro cigarrillo. Y ahí que bajamos a la calle con lo puesto, mi cliente, yo y la queja.
El lunes ya había pasado, así que fuimos a por el frío. Ése que nos hace temblar por dentro y convierte nuestros dientes en castañuelas desacompasadas. Ése que trae gripes y atascos en las carreteras, ése fantasma sin cadenas.
Ése que pasaba por allí y pagó los platos rotos de un mal inicio de semana de mi coachee. Y hasta aquí, ya vale.
Es bueno sintonizar con la queja, escuchar lo que nos tiene que decir… Y luego ir más allá de las palabras. Introducir matices, acotar.
A mí me gusta el frío. No pasar frío. El frío da sentido a un montón de actividades que me encantan. El chocolate con churros, tomar el sol de invierno como una lagartija, dar una vuelta por un Retiro refrescante. Un cocido de esos que echan humo. El crujir de la nieve, los gorros de lana. Entrar en calor en un pub acogedor con una buena pinta negra en la mano. Las llamas hipnóticas de la chimenea. La manta, la batamanta, buena compañía y una buena peli.
Me gusta el frío, aunque sólo sea para recordarme que soy un ser cálido.
No exijo al frío que deje de ser frío. Tampoco le pido que sea calor. Simplemente acepto sus dones y me abrigo para protegerme de aquellos aspectos que menos me gustan de él, para disfrutar al máximo. Porque no puedo cambiarlo, pero sí puedo cambiarme a mí mismo, lo que pienso y lo que hago.
Ser precisos, incluso en nuestros odios, nos permite dar una oportunidad a la sorpresa y tener una visión más amplia de la situación, acercarnos a soluciones impensables a priori. Ser algo más felices.
Hay mucha vida en el frío, sólo hay que saber aprovecharla, con un poquito de cariño, amplitud de miras e inteligencia emocional.
Y a ti, ¿te gusta el frío?