Casi sin darnos cuenta ya hemos pasado la Navidad propiamente dicha y tengo la sensación de que he estado de más de celebración del no-fin del mundo que de otra cosa. Papá Noel ha pasado de puntillas aunque, si bien es cierto que no dejó muchas cosas, también lo es que no se llevó nada. Bastante de agradecer viendo cómo están las cosas.
El caso es que me sigue llamando la atención que mucha gente tuviera auténticas ganas de que llegara el fin del mundo. Quizá en forma de meteorito arrasador. O extraterrestres exterminadores entonando el son de paz. O un virus letal. O un virus letal que nos convirtiera en zombies. Quizá el retorno de monos cabalgando megadinosaurios precedidos de un sinfín de desastres naturales cataclísmicos. Y, por qué no, el Apocalipsis Bíblico…
No sé, algo.
Hay ganas de cambio, ganas de dar oportunidad a algo nuevo sin la lacra del presente o del pasado. Todo fin supone un principio para algo o alguien. Una catarsis que nos permitiera hacer borrón y cuenta nueva, al menos sentirnos realmente vivos por sobrevivir, que cada minuto contara, que nuestros corazones volvieran a conectarse con una realidad que fuera más allá de la hipoteca.
Aunque fuera por unos momentos, horas, días… aún a riesgo de empeñar nuestra propia vida en ello. Por ese algo más grande que nosotros mismos.
Yo, si tuviera un botón rojo con gigantesca advertencia que rezara «Ojo, no apretar: FIN DEL MUNDO», lo apretaría. Y varias veces, por si acaso. Que tiemble Pedro Jota.
A veces nos olvidamos que podemos inventarnos un nuevo princpio cuando nosotros queremos, yo pulso el botón por una realidad que nos permitiera sentirnos más grandes que nuestra cuenta corriente,